Adolfo Vasquez Rocca - Complutense University of Madrid
Arte Conceptual: Obras e Instalaciones.
"ARTE CONCEPTUAL Y POSCONCEPTUAL. LA IDEA COMO ARTE: DUCHAMP, BEUYS, CAGE Y FLUXUS". Adolfo Vasquez Rocca PH.D
NÓMADAS,
Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas - UNIVERSIDAD
COMPLUTENSE DE MADRID, Nómadas Nº 37 | Enero-Junio 2017 (I).
- “PINA BAUSCH; DANZA ABSTRACTA Y PSICODRAMA ANALÍTICO”. Vídeo: https://youtu.be/4e3U0flBwJ0
- Dr. Adolfo Vásquez Rocca, Heterogénesis [Swedish-Spanish] Revista
de Arte contemporáneo. , 2016. Paper: PINA BAUSCH; DANZA ABSTRACTA Y
PSICODRAMA ANALÍTICO. Heterogénesis [Swedish-Spanish] Revista de Arte
contemporáneo. , 2016,
“PETER SLOTERDIJK: NORMAS Y DISTURBIOS EN EL PARQUE HUMANO O LA CRISIS
DEL HUMANISMO COMO UTOPÍA Y ESCUELA DE DOMESTICACIÓN”, Adolfo Vásquez
Rocca, En UNIVERSITAS © Revista de Filosofía, Derecho y Política, Nº 8,
2018, pp. 105-119. Universidad Carlos III de Madrid. <http://universitas.idhbc.es/n08/08-06.pdf>
Adolfo Vásquez Rocca Ph.D - Doctor en Filosofía con mención en Estética y
Teoría del Arte. PUCV - UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID.
Publicaciones Académicas y Proyectos de Investigación: https://www.semanticscholar.org/author/Adolfo-V%C3%A1squez-Rocca/104245826?fbclid=IwAR3RjBuDUgJJer27uPNo0DpnHwFNXZ2pla68xsV1rvH6SYwRHSkSkH2VxVQ
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Contacto: adolfovrocca@gmail.com
NICANOR PARRA: ANTIPOEMAS, PARODIAS Y LENGUAJES HÍBRIDOS. DE LA ANTIPOESÍA AL LENGUAJE DEL ARTEFACTO
Strictly
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Adolfo Vasquez Rocca - Complutense University of Madrid
Me
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Germán Marín, escritor de la memoria
Ayer falleció uno de los mayores escritores de nuestro país.
Leer su trilogía Historia de una absolución familiar, o El palacio de la
risa, Lazos de familia y Compases al amanecer, corroboran que no hay en
la literatura chilena otra obra que muestre mejor el carácter público
de la memoria: los hechos que trae hasta nosotros configuran un mundo
que no es solo suyo; es un mundo compartido. Incluso su escritura –de
frases largas, que van y vienen, como el fluir de la vida– refleja los
movimientos que hacemos cuando, tejiendo unas imágenes con otras,
sintiendo pena o alegría, recordamos.
por Carlos Peña I 30 Diciembre 2019
“La función del lenguaje no es informar, sino evocar”
Jacques Lacan
Hay dos tipos básicos de escritores, los
de la imaginación y los de la memoria. Los primeros fantasean y los
segundos recuerdan; los primeros usan las palabras para hacer castillos
en el aire que nos distraen o nos consuelan; los segundos las usan para
descubrir una extraña pulsión que los anima y que ellos mismos no saben,
hasta que la escriben, identificar. Ambos tipos de escritores usan las
palabras para inteligir la realidad, pero quien mejor lo logra es el
escritor de la memoria porque a fin de cuentas, como decía Valle Inclán,
las cosas no son como las vemos sino como las recordamos.
La distinción entre escritores de la
imaginación y escritores de la memoria es arbitraria, aunque cuenta con
ilustres defensores. El principal y más antiguo de todos es Avicena,
quien sugirió que la imaginación era meramente formal y la memoria, en
cambio, intencional, motivo por el cual quien imagina nunca se estremece
ante lo imaginado; pero quien recuerda puede conmoverse hasta las
lágrimas. La escritura de la memoria no está animada por una fantasía
sino por una pulsión que hiere al autor, algo que la escritura simula
curar pero que en realidad, muchas veces, se agrava.
Sí, se agrava.
Hay un espléndido texto de Derridá, titulado La farmacia de Platón, donde explora el mito del origen de la escritura que aparece en el diálogo Fedro.
En ese texto, la invención de la escritura es presentada como un
fármacon: He aquí –dice Zeus en el relato de Platón– un invento que
hará a los egipcios más instruidos y capaces de acordarse: la memoria y
la instrucción hallarán en la escritura su fármacon. La palabra fármacon
suele ser traducida como remedio, pero Derridá explica que también
significa veneno, y es que la escritura aparenta ser un remedio a la
falibilidad de la memoria, cuando en vez de curar el olvido, lo empeora:
si escribimos algo, la realidad es rebajada, parte de ella pasa a
pérdida y por eso la escritura solo en apariencia es un remedio.
De todos los escritores de la memoria
que ha dado nuestro país, el narrador por antonomasia es, sin duda,
Germán Marín. No hay en la literatura chilena otra obra que muestre
mejor el carácter público de la memoria. Este hecho –que la memoria que
trae hasta nosotros un mundo es siempre una memoria compartida–
resplandece una y otra vez en los textos de Germán Marín, quien al
escribir su propia memoria, escribe en alguna medida la de todos.
Y es que no hay tal cosa como mi memoria
o mi mundo, si por esto entendemos una esfera privada de experiencias y
de significados que se sostenga en sí misma y que sea anterior y más
fundamental que el mundo que compartimos con otros. En la filosofía, es
esta una idea que subrayó Heidegger. Mientras Sartre o Husserl, y para
qué decir Descartes, intentaron preguntarse cómo era posible, a partir
de mi mundo, llegar a una experiencia intersubjetiva con los otros,
Heidegger mostró que los seres humanos están desde el inicio siendo con
otros y que el mundo “es siempre el mundo que uno comparte con los
demás”.
La habilidad de Germán Marín es
exactamente esa: no ceder a la ilusión del yo privado y, en cambio,
hacer ver permanentemente en su escritura, cuando relata sus días en la
Escuela Militar, los incidentes familiares y cuando mira una foto, que
el mundo que trae el recuerdo es siempre un mundo compartido, en algún
sentido el de todos.
Toda la obra de Marín es eso: un
gigantesco esfuerzo por rescatar la memoria y, por esa vía, el mundo.
Marín es un animal, por decirlo así, memorioso; pero no porque tenga
buena memoria, sino porque concibe la vida y la existencia como la
edición de lo que recordamos.
Leer a Germán Marín es sumergirse en los
meandros de la memoria y tomar conciencia del entramado de significados
y de sentidos que constituye el mundo. Incluso su escritura –las frases
largas, que van y vienen, recuperándose cuando están a punto de caer,
hasta que el peligro empieza de nuevo– refleja los movimientos que
hacemos cuando, tejiendo unas imágenes con otras, escapando hacia allá o
hacia acá con una u otra digresión, sintiendo pena o alegría,
recordamos. La trilogía Historia de una absolución familiar ejecuta, a una altura que la literatura chilena nunca había alcanzado, esa relación entre escritura, memoria e historia.
La habilidad de Germán Marín es exactamente esa: no ceder a la ilusión del yo privado y, en cambio, hacer ver permanentemente en su escritura, cuando relata sus días en la Escuela Militar, los incidentes familiares y cuando mira una foto, que el mundo que trae el recuerdo es siempre un mundo compartido, en algún sentido el de todos.
En esas tres novelas (¿o habría que
hablar de una sola, inmensa y continuada y gigantesca, novela?) la
narración no solo está ejecutada como evocación o recuerdo explícito,
sino que en ella se intercala un diario de vida, el diario del escritor,
en el que se deja constancia del presente (un presente que la escritura
va inevitablemente rebajando) y de las vicisitudes de la escritura y
del recuerdo. El libro así es casi una reflexión sobre las relaciones
entre la escritura y la memoria. Escritura de lo que se recuerda y
registro de la edición. Se recuerda, sugiere Marín, para intentar editar
lo que vivimos y así absolvernos de la culpa. Cuando vivimos, las cosas
se viven con la premura del instante y es únicamente cuando recordamos
cuando nos vemos como agentes que pudimos escoger, seres más o menos
libres cuyo curso de acción estaba, en cierta medida, entregado a sí
mismos. Y al reconstruirnos ex post como agentes, podemos sentir culpa y
de esa manera absolvernos. Recordamos, pues, para sentirnos como
agentes de lo que somos y sentimos culpa no por un afán masoquista o
sufriente, sino para sabernos libres.
La culpa, paradójicamente, nos libera.
De toda su producción, quizá el lugar en
el que ese vínculo aparece de forma más notoria, enlazando la memoria
privada y la pública (o mejor aún: desmintiendo esa distinción) es Lazos de familia y Compases al amanecer.
En Lazos de familia es la
fotografía la que desata el pasado que, en vez de rememorar, Marín hace
el esfuerzo por exorcizar. Y es que hay recuerdos que, al traerlos a la
conciencia de hoy, pueden resultar, justamente por añorables,
destructores. La felicidad recordada suele causar dolor. El recuerdo (lo
recordado, más bien, como ocurre en “Un día feliz” de este libro) suele
ser la medida de la inevitable mediocridad del presente.
En Lazos de familia la fotografía es empleada no como un artificio que desata la disquisición ensayística (como ocurre en Los anillos de Saturno,
de Sebald) sino como un archivo que acredita la fugacidad de la
existencia y del mundo circundante donde ella acontece. Walter Benjamin
observa que la distinción entre el arte pictórico y el fotográfico
deriva del hecho que en el primero nos interesa el autor (el sujeto que
es capaz de trazar en la tela un momento real o imaginado), en tanto que
en la segunda nos interesa el momento que la fotografía congeló.
¿Por qué?
Lo que ocurre es que nuestra existencia
siempre está transcurriendo (está “habiendo sido”, cabría insistir) y la
fotografía nos permite archivarla en momentos discretos que, sin
embargo, traen hasta nosotros un mundo entero. La sospecha de la
fenomenología (que vemos lo que vemos siempre sobre un fondo, un mundo
circundante que lo hace posible de manera que al recordar un objeto
rescatamos el mundo que lo recortaba y lo hacía posible) queda así
acreditada mediante la fotografía. La gracia notable de Marín en este
libro precioso es ejercitar esa memoria de archivo que acaba siendo
también la memoria del lector. Marín mira una foto –de una estatua, una
escena, una cosa– y es capaz mediante la palabra, esa palabra cadenciosa
que trata a las frases como si fueran un permanente desafío de
equilibrio, de traer hasta el presente el mundo que circundaba lo que la
foto atrapó.
Un esfuerzo semejante se ejecuta en Compases al amanecer,
solo que aquí es el recuerdo de un programa de radio que acompañaba a
solitarios insomnes y a taxistas, el que es capaz de desatar la ficción.
Una ficción que está, en cualquier caso, atada a la memoria.
Desde antiguo (desde Aristóteles, para
ser preciso) la ficción aparece como mímesis, como imitación de lo real.
Fingir equivale, en la escritura y en el gesto, al intento de imitar
algo que se estima digno o indigno. Pero, como se ha observado muchas
veces, la mímesis apenas aparenta imitar lo real: en verdad lo que hace,
a pretexto de la imitación, es transgredirla, mostrar que la realidad
real pudo ser de otro modo. Y lo mismo –Marín es consciente de esto–
ocurre cuando se escribe sobre el recuerdo: “Acaso sea una remembranza
inventada, como más de una vez me he mentido, producto del deseo de que
así hubiera sido”, escribe en “Escena en el parque”.
La buena literatura devela esa
particular índole de la condición humana y del lugar que en ella le cabe
a la novela, o a esos hermosos textos híbridos que creó Germán Marín:
la de narrarnos y así, siquiera por algunos momentos, tener la ilusión
que fuimos, o que somos, autores de lo que vivimos.