Antropología de la basura por Adolfo Vásquez Rocca
Compilador: Dr. Adolfo Vásquez Rocca
Dr. José Luis Pardo
Profesor titular de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
April is the cruellest month, breeding
Lilacs out of the dead land…
T.S . Eliot, The Waste Land
Compilador: Dr. Adolfo Vásquez Rocca
NUNCA FUE TAN HERMOSA LA BASURA
El
 Libro Primero de El Capital, de Marx, comienza diciendo: «La riqueza de
 las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se 
presenta como “una inmensa acumulación de mercancías”». Nosotros 
tendríamos que decir, hoy, que la riqueza de las sociedades en las que 
domina el modo de producción capitalista se presenta como una inmensa 
acumulación de basuras. En efecto, ninguna otra forma de sociedad 
anterior o exterior a la moderna ha producido basuras en una cantidad, 
calidad y velocidad comparables a las de las nuestras. Ninguna otra ha 
llegado a alcanzar el punto que han alcanzado las nuestras, es decir, el
 punto en el que la basura ha llegado a convertirse en una amenaza para 
la propia sociedad. Y no es que las sociedades pre-industriales no 
generasen desperdicios, pero sus basuras eran predominantemente 
orgánicas, y la naturaleza, los animales urbanos y los vagabundos las 
hacían desaparecer –las reciclaban o las digerían– a un ritmo razonable 
(aunque sobre esto nos hacemos, también a menudo, ideas muy idílicas). 
Las ciudades industriales modernas, en cambio, se caracterizan por una 
acumulación sin precedentes de población y por la aparición masiva de un
 nuevo tipo de residuos, de carácter industrial, y ambos factores 
constituyen la obsolescencia de los modos tradicionales, casi 
inconscientes, de tratamiento de las basuras. Hay en ellas, al mismo 
tiempo, una enorme proporción de desechos cuyo reciclaje no puede 
abandonarse en manos de procesos espontáneos o naturales, y una parte 
significativa de la población que no consigue integrarse directa ni 
indirectamente en los procesos productivos y consuntivos, que carece de 
lugar social y que ha perdido el estatuto del que disfrutaba o que 
padecía en las formas tradicionales de organización política. Y esto, 
como dice la cita de Marx con la que he comenzado, ha de entenderse sin 
duda como “síntoma de riqueza”. Nietzsche decía aún más, decía que «los 
desechos, los escombros, los desperdicios no son algo que haya que 
condenar en sí: son una consecuencia necesaria de la vida. El fenómeno 
de la décadence es tan necesario como cualquier progreso y avance de la 
vida: no está en nuestras manos eliminarlo (…) E incluso en medio de su 
mejor fuerza, [una sociedad] tiene que producir basura y materiales de 
desecho» (Fragmentos Póstumos de la primavera de 1888). Y tantos más 
desechos –en cantidad y en calidad– cuanto más rica, más enérgica y más 
audaz sea… Sí, la basura es un síntoma de riqueza. Porque riqueza 
significa despilfarro, derroche, excedente (y, al contrario, las 
sociedades sin basura –las ciudades tradicionales de las que acabamos de
 hablar– revelan una economía de subsistencia, de escasez, en la cual 
nada sobra y todo se aprovecha).
Adolfo Vásquez Rocca
Precisamente
 por eso, las sociedades modernas, por estar presididas por una suerte 
de principio malthusiano según el cual la basura crece más rápidamente 
que los medios para reciclarla de modo tradicional, necesitan disponer 
de tierras baldías, vertederos y escombreras en donde depositar las 
basuras para quitarlas de en medio y poder seguir viviendo, seguir 
desperdiciando sin ahogarse entre sus propios residuos. Y junto a estos 
no-lugares urbanos (por utilizar la afortunada terminología del 
antropólogo Marc Augé, sobre la que en seguida volveré) es preciso 
también disponer de no-lugares sociales a los que pueda trasladarse la 
población sobrante que los sistemas productivos y consuntivos no pueden 
absorber (suburbios, chabolas, favelas, guetos, campamentos, etc.). 
“Basura” es lo que no tiene lugar, lo que no está en su sitio y, por 
tanto, lo que hay que trasladar a otro sitio con la esperanza de que 
allí pueda desaparecer como basura, reactivarse, reciclarse, 
extinguirse: lo que busca otro lugar para poder progresar. En su obra 
Wasted Lives (cuyo título propongo traducir al castellano como 
“Vidas-basura”), el veterano sociólogo Zygmunt Bauman ha explicado que 
la actual crisis de la modernidad se expresa al mismo tiempo de estas 
dos maneras: por una parte, los problemas de contaminación (y 
especialmente, por su simbolismo, el problema que representan los 
residuos de origen nuclear) han alcanzado un punto de inflexión en el 
momento en el que se ha descubierto que el planeta estaba lleno, que ya 
no había más Waste Lands adonde trasladar los residuos para quitarlos de
 en medio; por otra parte, la emigración, que era la salida tradicional 
para las poblaciones residuales a las que el progreso industrial y 
post-industrial desplazaba y dejaba sin papel alguno que representar, ha
 dejado de ser una solución practicable, porque ahora todos los lugares 
sociales del mundo están ocupados, no hay puestos libres en donde 
colocar a los que están de más.
Los
 movimientos migratorios y los traslados de basura tienen, por tanto, 
esto en común: se trata de encontrar un sitio –en otro lugar– para 
aquello que no lo tiene –en este lugar–. Por tanto, el presupuesto de 
estos movimientos de traslación es que cada cosa tiene su sitio y que 
hay un sitio para cada cosa. Rafael Sánchez Ferlosio ha propuesto llamar
 al orden generado por este presupuesto el orden del destino, y esta 
propuesta tiene una doble pertinencia. Por una parte, nos recuerda el 
significado originario del vocablo “destino”, que es precisamente ése: 
un esquema en el cual a cada cosa se le asigna un lugar –su destino, el 
lote que le corresponde por designio de los dioses, de la Moira, de las 
Parcas o de la naturaleza– que es su porvenir ineludible, su fin fatal. 
Por otra, esta designación es coherente en primer lugar con el hecho de 
que las regiones a donde se trasladan los emigrantes se denominan 
“países de destino”, no solamente en el sentido trivial de que allí es 
adonde se dirigen, sino también en el sentido de que allí es donde 
podrán “labrarse un porvenir”, de que van a sus lugares de destino en 
busca de un porvenir que les está negado en sus lugares de procedencia. 
Van allí, por tanto, en busca de su identidad, para llegar a ser quienes
 son (cosa que todavía no saben y que nunca descubrirán si se quedan en 
donde no tienen porvenir). Y la denominación sigue siendo coherente, en 
segundo lugar, con las basuras industriales: no se las puede dejar allí 
donde se generan porque allí no están en su sitio ni tienen porvenir 
ninguno. Es preciso trasladarlas a una tierra baldía en donde tengan 
porvenir, en donde puedan regenerarse, reactivarse, reciclarse, 
integrarse, en donde puedan llegar a ser otra cosa que lo que son 
–basuras, desperdicios–, en donde puedan recuperar la identidad que han 
perdido, en donde puedan crecer las lilas en la tierra muerta y en donde
 la lluvia primaveral remueva las raíces mas secas. Sí, aunque les 
cueste a ustedes aceptarlo en principio, “basura” significa también 
esto: lo que tiene un destino, un porvenir, una identidad secreta y 
oculta, y que tiene que hacer un viaje para descubrirla, como el 
príncipe encantado para dejar de ser rana y convertirse en príncipe, 
como la bestia para vencer el hechizo y volver a ser bella. La 
observación de Bauman sobre la crisis de la modernidad tardía puede, por
 tanto, reformularse en estos términos: ¿qué ocurre cuando ya no se 
puede encontrar un lugar para trasladar aquello que aquí no lo tiene, 
cuando ya no hay un “país de destino” al que emigrar o en donde labrarse
 un porvenir? ¿Qué ocurre con la basura cuando se ha quedado sin 
porvenir, sin esperanza de reciclaje o regeneración, y qué con aquellas 
poblaciones que han de resignarse a vivir sin esperanza social, cuando 
la rana comprende que ya nunca será príncipe y la bestia que ya nunca 
será bella?

Adolfo Vásquez Rocca
Como
 ven ustedes, aquí no basta con hablar de “crisis de la modernidad” si 
no se dice al mismo tiempo que lo que ha entrado en crisis es la utopía 
de un mundo sin basura –un mundo ordenado, en el cual cada cosa esté en 
su sitio–; que la modernidad, a pesar de ser la sociedad del excedente, 
del despilfarro, del derroche y de la “inmensa acumulación de basuras”, 
era también la sociedad que soñaba con un reciclaje completo de los 
desperdicios, con una recuperación exhaustiva de lo desgastado, con un 
aprovechamiento íntegro de los residuos: la ética protestante del 
ascetismo y el ahorro siempre fue afín a la ontología capitalista del 
derroche. O sea, que la sociedad moderna, no menos que la sociedad 
tradicional o pre-industrial, también quiere “imitar a la naturaleza” 
(en la cual, según decían los clásicos, “nada se hace en vano”, es 
decir, todo tiene una finalidad y, por tanto, nada se desaprovecha, no 
hay basura propiamente dicha) y aún “imitar a la divinidad” (pues los 
dioses no padecen desgaste y, por tanto, no generan desperdicios), 
aunque tenga que hacerlo por medios mecánicos. Es la modernidad la que 
ha pensado la naturaleza como una máquina (una máquina perfecta, en la 
cual cada pieza cumple una función y no hay deterioro) y la que, al 
identificar lo “natural” con lo “racional”, se ha convencido de que, 
puesto que la naturaleza no deja residuos, esto mismo –el no dejar 
residuos– es una de las señas distintivas de la racionalidad (de ahí que
 haya percibido al mismo tiempo como “anti-modernos” y “anti-racionales”
 a quienes presentan otra imagen de la naturaleza en donde la máquina 
tiene fallos y produce basura en forma de monstruos, prodigios y 
excepciones sin destino, sin porvenir ni finalidad)que también debe 
presidir las construcciones sociales. Esta no es únicamente una idea de 
ingeniero –una máquina cuyas piezas no se desgastan con el uso o que, al
 menos, pueden regenerarse y reutilizarse indefinidamente–, sino ante 
todo una idea de contable: la bestia negra del empresario es justamente 
el desgaste, el comprobar cómo en cada ciclo productivo el activo se 
convierte en pasivo, en deuda, en carga, en números negativos que es 
preciso compensar con las ganancias y que requieren nuevas inversiones, y
 por lo tanto su ideal es el de un negocio sin pérdidas, el de un 
balance de resultados siempre equilibrado; en tiempos de inflación 
galopante, éste es también el infierno del comerciante, que ve cómo cada
 ganancia obtenida –cada vez que vende un producto a cambio de dinero– 
se convierte inmediatamente en pérdida, porque la moneda se deprecia de 
inmediato, y tiene que gastar inmediatamente lo ganado en un nuevo 
producto para vender, con el que le sucederá implacablemente lo mismo; y
 es también la pesadilla del consumidor, que experimenta cómo todo lo 
que compra comienza a perder valor desde el momento preciso en que es 
adquirido, a perder actualidad, a pasar de moda y a exigir ser 
rápidamente sustituido por una nueva adquisición que comenzará a 
descender por la pendiente de la obsolescencia en cuanto pase del 
escaparate a sus manos…

Adolfo Vásquez Rocca
Y
 apenas es necesario llamar la atención sobre la más que probable 
genealogía militar de esta fantasía delirante: un negocio sin pérdidas 
es la transposición civilizada de una guerra sin bajas (eso mismo que 
ahora llamamos un “ataque preventivo”, que no sólo minimiza 
tendencialmente hasta cero las víctimas del propio bando, sino que se 
justifica precisamente como una acción tendente a destruir la capacidad 
ofensiva del enemigo, es decir, su capacidad de producir bajas en el 
bando contrario). Napoleón se mofaba de quienes le reprochaban el 
elevado número de caídos en las filas de sus ejércitos que comportaban 
sus victoriosas campañas diciendo que una sola noche
 de permiso de sus 
soldados en París arrojaba un número de embarazos suficiente para 
“reponer” las pérdidas y equilibrar la balanza. Los racionalistas del 
siglo XVII también manejaban el mismo modelo en el cual lo pasivo (las 
pasiones oscuras y confusas, o sea sucias y residuales) habría de 
convertirse en activo (las ideas claras y distintas, o sea, limpias), en
 donde los egoísmos de los lobos hobbesianos en guerra total de todos 
contra todos se reciclarían en la mansedumbre del pacto social de todos 
con todos administrado por la mano invisible de un mercado que pondría 
las cosas en su sitio con tanta justicia como las leyes darwinianas de 
la evolución colocaban a cada individuo en el lugar que le correspondía 
de acuerdo con su contribución a la adaptación de su especie al medio; y
 sin duda Hegel y Marx conservaban este esquema cuando pensaban que las 
pasiones y ambiciones individuales o colectivas de los individuos, los 
pueblos y las clases eran simplemente el combustible inconsciente 
mediante el cual la Historia –como el tren de Los hermanos Marx en el 
Oeste, que se alimentaba de su propia destrucción convertida en 
carburante (“¡Más madera!”) para llegar rápidamente a su destino– 
conducía a la humanidad hacia su fin final en donde las cuentas 
cuadrarían perfectamente y todos los sacrificios y sufrimientos 
aparentemente vanos serían compensados y equilibrados, en donde toda la 
aparente basura de la Historia (toda la “masa concreta del mal”) sería 
reciclada, y la guerra era simplemente una astucia de la razón o la 
lucha de clases el motor de una Historia que acabaría definitivamente 
con el despilfarro y el desequilibrio contable, dando a cada cual 
exactamente el lote que se hubiera merecido.
La
 entrada en crisis de este modelo, el despertar de este sueño, fue por 
tanto ese momento en el cual llegamos a pensar que la basura acabaría 
devorándonos. Que era el fin del progreso. Fue cuando empezamos a temer 
que moriríamos asfixiados entre nuestros propios desperdicios, como 
hemos visto que sucedía en algunas viejas ciudades del tercer mundo que,
 por no necesitar un tratamiento especial de las basuras, carecían de 
infraestructura de traslado y acumulación de las mismas, y a las que la 
repentina introducción masiva de la producción y el consumo industriales
 ha convertido en enormes estercoleros irrespirables.
El
 genio de la especie humana es, sin embargo, prodigioso. Alguien dijo de
 ella que sólo se plantea aquellos problemas que es capaz de resolver. Y
 alguien más dijo también que, cuando un problema no puede resolverse, 
entonces deja de ser un problema. Y que la manera de quitarse de encima 
los problemas irresolubles no consiste en desfallecer luchando por 
resolverlos, sino más simplemente en disolverlos. “Nunca fue tan hermosa
 la basura”… No sé a quién se le ocurrió primero la idea, pero fue una 
ocurrencia verdaderamente ingeniosa. Y, como todas las grandes 
invenciones, una vez hallada parece extremadamente simple, y consiste en
 lo siguiente: ¿y si lo que llamamos basura no lo fuera en realidad? 
Entonces no tendríamos que preocuparnos porque nos devorase, no nos 
sentiríamos asfixiados por los desperdicios si dejásemos de 
experimentarlos como desperdicios y los viviéramos como un nuevo paisaje
 urbano.
Antes
 me he referido a la noción, forjada por Marc Augé, de no-lugar (el 
lugar de lo que no está en su lugar), como concepto antropológico 
definidor de la sobremodernidad. Pero si unimos este concepto a nuestra 
reflexión anterior, en la cual la basura aparece como “lo que no está en
 su lugar”, vemos con claridad que podríamos llamarlo, menos 
eufemísticamente, lugar-basura. Se comprende bien cómo un etnólogo del 
Siglo XXI ha llegado a elaborar esta figura: es fácil imaginar que la 
vida de un antropólogo contemporáneo consiste, entre otras cosas, en 
viajar desde el mundo posindustrial a parajes lejanos para realizar 
estudios de campo y entrevistas sobre el terreno. En estos 
desplazamientos, el científico se mueve desde un lugar que sin duda es 
su localidad de residencia y que, por tanto, está marcado con todas las 
señales positivas del término lugar (es acogedor, habitable, conocido, 
susceptible de ser recorrido con familiaridad), hacia otros territorios 
que, a menudo, no son menos lugares que el origen de su viaje, aunque le
 sean extraños e incluso, en ocasiones, hostiles o al menos arriesgados 
para el urbanita europeo; también esos sitios acogen a sus poblaciones, 
son habitados por gentes que los recorren con familiaridad y que se 
sienten en ellos en su casa. El antropólogo puede percibir que aquellos 
“otros lugares” no son su lugar, puede sentirse extranjero en ellos y 
hasta temer por su seguridad, o puede llegar a ser acogido y a 
experimentar la tranquilidad de encontrarse en tales rincones como en 
una segunda casa, como quien acude de visita a un paisaje en el que sabe
 que será bien recibido; pero, ya sea que se den alguna de estas dos 
situaciones extremas o cualesquiera de las ilimitadas posibilidades 
intermedias, en sus viajes habrá de pasar por muchas zonas de tránsito, 
no solamente en el sentido físico (salas de espera, aeropuertos, 
estaciones de tren y de autobús, antesalas de despachos oficiales, 
vehículos de transporte, hoteles, etc.) sino también en el social y 
cultural (tierras de nadie y distritos abandonados, comarcas rurales en 
decadencia, suburbios pre-industriales, chabolas periféricas, 
extrarradios en ruinas o cam pamentos de refugiados, por ejemplo), 
espacios que no están hechos para residir en ellos sino únicamente para 
ser ocupados provisionalmente, para ser atravesados o para facilitar el 
paso de un lugar a otro. En este punto, no podrá dejar de notar el 
contraste entre los lugares, ya sean acogedores o inquietantes, y los 
no-lugares, ya sean hostiles o deprimentes (como los territorios 
fronterizos en donde bandas o tribus rivales mantienen una guerra más o 
menos larvada por el control de actividades a menudo ilegales o 
paralegales) o relativamente cómodos para el visitante europeo (como las
 cadenas de hoteles occidentales o las franquicias internacionales de 
los restaurantes de comida rápida de estilo estadounidense situados en 
regiones empobrecidas del llamado “tercer mundo”). Y, en cierto modo, si
 los viajes del sociólogo se prolongan durante un tiempo suficiente en 
época de globalización, tendrá forzosamente que observar, al menos con 
curiosidad y seguramente con preocupación, el modo en que los 
no-lugares, concebidos en principio como meros “vacíos” entre lugares 
determinados, van extendiendo su dominio y avanzando en su ocupación de 
territorios físicos, sociales y culturales, hasta el punto de competir 
en magnitud e importancia con los lugares propiamente dichos –y a veces 
de triunfar indiscutiblemente sobre estos últimos– y, en todo caso, 
hasta comenzar a difuminar molestamente la distinción, otrora tan 
nítida, entre lugar y no-lugar y, por tanto y lo que quizá es más 
relevante, entre lo(s) que tiene(n) lugar y lo(s) que no lo tiene(n). 
Como si se tratase de un “efecto secundario” o de un “retorno de lo 
reprimido” de la colonización mediante la cual Europa convirtió muchos 
lugares de su periferia en no-lugares inhabitables, ahora el paseante 
europeo recorre la ciudad temeroso de que la periferia de los no-lugares
 (que ya no está en el extrarradio de Europa, sino el de las ciudades 
europeas), invada y destruya su propio lugar. En El tiempo en ruinas 
(Gedisa, Barcelona, 2003), Augé expresa, mientras pasea por París,
«un
 temor: que estos nuevos barrios, con independencia de su éxito técnico o
 estético –que será sin duda desigual– se parezcan un día a otros de 
cualquier otro lugar del mundo, que obedezcan a una moda planetaria, 
pero que no la creen, que se asemejen, en suma, a esas ciudades 
“genéricas” que “se parecen a sus aeropuertos” (Rem Koolhaas)… percibo 
en sus calles la invasión lenta, insidiosa e irresistible de la ciudad 
genérica que se infiltra desde la periferia a través de los boquetes 
abiertos por el ferrocarril… la tarea de subversión se encuentra más 
adelantada de lo que pensaba… una ciudad-comodín, sin pasado ni 
porvenir… Hablo, naturalmente, como viajero poco deseoso de encontrar, 
al final de mis excursiones parisinas, un barrio de Sâo Paulo, de Tokio o
 de Berlín»(pp. 149-150).
La
 virtud de esta noción es que, debido a sus características internas y a
 su oportunidad histórica, designa un tipo de negatividad susceptible de
 ser aplicada al mismo tiempo en un ámbito más específico y en uno más 
general. Por ejemplo –en el sentido de la especificación–, el tipo de 
hoteles y de restaurantes que quedarían subsumidos bajo el concepto de 
no-lugares podrían perfectamente definirse, en un sentido más 
particular, como no-hoteles y como no-restaurantes, ya que constituyen, 
en una medida nada desdeñable, la negación completa y acabada de la 
noción de “hotel” o de “restaurante” que les precedió en el tiempo. Las 
aludidas cadenas de comida rápida, que no están atendidas por camareros y
 en las cuales quienes preparan la comida no son cocineros, en las que 
los alimentos dispensados no son en sentido estricto “platos”, así como 
sus mesas no son mesas propiamente dichas (han de sentarse cuatro 
personas en un espacio en donde sólo cabrían en rigor dos) ni sus cartas
 verdaderamente cartas, ¿cómo quedarían mejor descritas que diciendo que
 se trata de no-restaurantes atendidos por no-camareros que sirven 
no-platos preparados por no-cocineros y consumidos en no-mesas? Asimismo
 –y yendo ahora en el sentido de la generalización–, estas cadenas de 
restauración se caracterizan por estar a menudo situadas en grandes 
superficies comerciales asociadas a zonas de crecimiento de la periferia
 urbana posindustrial, y muchas de las características de su “estilo” y 
de su “personalidad” se explican por el régimen laboral de subempleo 
–contratación precaria y a tiempo parcial– que prevalece en ellas, 
régimen que, por estar cada vez más generalizado en el nuevo mercado de 
trabajo (y en todas las escalas salariales), muy bien podría 
denominarse, por contraste con las formas laborales consolidadas en la 
segunda mitad del Siglo XX en las zonas industrialmente desarrolladas y 
democráticamente gobernadas, como no-empleo (noción esta que vendría a 
sustituir a las de “sub-empleo” o “des-empleo”, aún demasiado 
dependientes de aquellas viejas formas laborales ya parcialmente 
periclitadas) proporcionado por no-empresas; de la misma manera, los 
centros comerciales que rodean estos locales se dejarían describir, por 
los mismos motivos, como no-tiendas –en donde, por ejemplo, se venden 
no-muebles (módulos y paquetes funcionales más o menos abstractos para 
armar y desmontar), y los habitáculos que crecen en estas conurbaciones 
(las llamadas “ciudades-dormitorio”, que no sería exagerado rebautizar 
como “ciudades-basura”) como no-casas (decoradas, sin duda, mediante 
aquellos no-muebles). Y, aunque sería una broma cruel la comparación de 
este tipo de aglomeraciones del “primer mundo” con las de los arrabales 
de los países pobres o devastados, resultaría igualmente apropiado decir
 de quienes pueblan estos últimos contornos que se trata de no-empleados
 (pues a menudo están fuera de la economía monetaria regular) que viven 
en no-casas (cobijos improvisados con material heterogéneo) decoradas 
con no-muebles (a veces simples cajas de cartón o relleno de embalaje) y
 que se abastecen en no-tiendas (en el mercado negro o la economía 
sumergida).

Ni
 que decir tiene que esta aplicación podría continuar hasta permitirnos 
hablar, por ejemplo, de ciertas agrupaciones de personas, especialmente 
emergentes en nuestra época, que podrían caer bajo el concepto de 
no-familias o de no-matrimonios, de ciertos programas televisivos de 
entretenimiento que sólo podrían calificarse como no-programas, de un 
cierto tipo de productos culturales cada vez más extendidos a los cuales
 les vendría como anillo al dedo el rótulo de no-libros, no-discos o 
no-cuadros (y ello tanto en la franja de la alta cultura como en la de 
la cultura popular o de masas), de ciertos males originales de nuestro 
tiempo que funcionan como no-enfermedades tratadas mediante 
no-medicamentos y, en última instancia, hasta de no-universidades 
(escuelas móviles de formación permanente) en donde se estudian 
no-carreras (programas de actualización profesional continua) impartidas
 por no-profesores (expertos en reciclaje), y de no-estados (alianzas 
coyunturales de regiones) gobernados por no-políticos (administradores) y
 cuyo sujeto legítimo es un no-ciudadano.
Bien,
 creo que a estas alturas ustedes comprenden que estoy proponiendo 
concebir el no-lugar como un eufemismo del lugar-basura (y, por tanto, 
como un síntoma de que hemos empezado a ser tolerantes con los 
hoteles-basura, con los restaurantes-basura, con los camareros-basura, 
los platos-basura, los cocineros-basura y las mesas-basura, con los 
empleos-basura, las empresas-basura, las tiendas-basura, los 
muebles-basura, las casas-basura, las familias-basura, los 
matrimonios-basura, los programas-basura, los libros-basura, los 
discos-basura, los cuadros-basura, las enfermedades-basura, los 
medicamentos-basura, las universidades-basura, las carreras-basura, los 
profesores-basura, los estados-basura, los políticos-basura y los 
ciudadanos-basura). Y no sólo tolerantes, sino entusiastas. Hemos 
aprendido a experimentar la basura como un lujo. Hubo un tiempo, en 
efecto, en el cual los restaurantes-basura o los libros-basura eran 
subproductos destinados a las masas incultas, dóciles y amedrentadas. 
Ahora, no. Ahora tenemos restaurantes-basura de lujo, libros-basura de 
lujo, y quien no viva en una casa-basura o padezca alguna 
enfermedad-basura perderá rápidamente su crédito social y transmitirá 
una depauperada y deprimente imagen de “clase baja” y de “retraso 
social”. Hemos convertido, como diría Pierre Bourdieu, las “marcas de 
infamia” en “signos de distinción”. Si no puedes vencer en tu lucha 
contra la basura, únete a ella. La palanca fundamental gracias a cuyo 
punto de apoyo hemos conseguido mover el mundo en esta dirección –es 
decir, gracias a la cual hemos conseguido empezar a no ver y a no sentir
 como tal la basura que nos ahoga– se resume en una fórmula mágica: 
estamos transitando hacia un nuevo paradigma (y es la instalación de 
este “nuevo paradigma” lo que nos permitirá no vivir como basura lo que 
antes considerábamos tal). El único problema, claro está, es que este 
nuevo paradigma no puede ser otra cosa que un paradigma-basura, o sea un
 no-paradigma (porque no hay en realidad ningún nuevo paradigma hacia el
 cual estemos transitando, sino únicamente la destrucción sistemática y 
concertada de aquel bajo el cual vivíamos). La fórmula mágica tiene, con
 todo, una formidable eficacia simbólica. La desaparición de los lugares
 y su paulatina sustitución por lugares-basura (y esto mismo vale para 
los empleos-basura o las casas-basura) deja a muchas personas en el 
mundo sin lugar, crea una muchedumbre de desplazados que, una vez más, 
no solamente lo son en el sentido físico del término (aunque esta 
situación sea sin duda la más grave), sino también en el sentido social,
 laboral, cultural, económico o familiar. El dolor que se acumula en esa
 multitud, sin embargo, sencillamente no puede expresarse como tal, 
porque la fórmula mágica en cuestión lo convierte en dolor de parto del 
nuevo paradigma y, por tanto, amenaza a todos aquellos que publiquen su 
malestar con el estigma de la inadaptación, del atraso y del 
conservadurismo: son tristes reaccionarios que se niegan a desamarrarse 
de sus privilegios ancestrales, obstáculos que frenan el progreso de la 
modernización y que, por tanto, quedarán excluidos de sus beneficios. 
Ellos son la verdadera basura de nuestro tiempo, la que no puede 
reciclarse.
De
 esta manera se ha conseguido a la vez mantener la situación moderna (a 
saber, la “inmensa acumulación de basuras”) y reeditar la utopía no 
menos moderna de un mundo sin basuras, que ahora ha de entenderse como 
un mundo en permanente reciclaje y sin pérdidas (tal es la cosmovisión 
del paradigma-basura o paradigma de la basura) y, por lo tanto, de un 
mundo en el cual todo (y todos) llega inmediatamente a su destino y 
adquiere inmediatamente uno nuevo. No se puede decir de manera más 
clara: allí donde nada es basura, todo lo es. Y es el mismo Marc Augé 
quien se ha dado cuenta de que, de seguir así las cosas, nuestra 
civilización será la primera del mundo que no deje tras de sí esa clase 
especial de basura histórica que son las ruinas. La ciudad genérica (la 
ciudad-basura) no deja ruinas porque, cuando un edificio entra en estado
 de obsolescencia, se puede reconfigurar enteramente para un nuevo uso, 
del mismo modo que una empresa (si quiere ser una genuina 
empresa-basura) debe poder someterse en cualquier momento a un proceso 
de re-engineering y que la mano de obra (o sea, la clase-basura) debe 
permanecer en un estado de longlife education. Richard Sennett lo ha 
explicado aún mejor: «La estandarización del entorno deriva de la 
economía de lo efímero, y la estandarización produce indiferencia. Quizá
 pueda aclarar esta tesis mediante una experiencia personal. Hace unos 
pocos años, llevé a un directivo de una gran empresa de la nueva 
economía emergente, que buscaba oficinas para instalarse, a visitar el 
Chanin Building de Nueva York, un palacio art-deco con despachos muy 
elaborados y espléndidos espacios públicos. “No se adapta a lo que 
buscamos”, dijo el directivo, “la gente podría sentirse demasiado 
apegada a sus despachos y llegar a pensar que pertenece a este lugar”. 
La oficina flexible no está pensada para ser un lugar de permanencia. La
 arquitectura de las oficinas de las empresas flexibles requiere un 
entorno físico que pueda ser rápidamente reconfigurado, en último 
extremo, la oficina se reduce al terminal de un ordenador. La 
neutralidad de los nuevos edificios deriva también de su carácter de 
elementos de inversión en el mercado global; para que alguien pueda 
comprar o vender fácilmente desde Manila cien mil metros cuadrados de 
espacio de oficinas en Londres, es preciso que el espacio tenga la 
uniformidad y la transparencia del dinero. Esta es la razón de que los 
elementos estilísticos de los edificios de la nueva economía se hayan 
convertido en lo que Ada Louise Huxtable llama “arquitectura 
epidérmica”: la superficie del edificio emperifollada mediante el 
diseño, y su interior progresivamente más neutral y más susceptible de 
una reconfiguración instantánea».
Creo
 que se percibe con claridad la idea que intento transmitir: algo que 
está desde su origen concebido para el reciclaje es algo que está desde 
su origen concebido como basura. Y esto –el estar originariamente 
concebidas para el reciclaje– es lo que caracteriza tanto a la 
objetividad como a la subjetividad contemporáneas. En rigor, el proceso 
por el cual algo se convierte en basura puede ser descrito como un 
proceso de descualificación: las cosas se vuelven basura cuando su 
servicio hace que pierdan las propiedades que las califican como siendo 
estas o aquellas cosas, tales y cuales, y se convierten únicamente en 
esa “cosidad” fluida y sin cualidades que se acumula en los vertederos y
 cuya regeneración pasa, según diríamos, por lograr que vuelva a 
adquirir las propiedades perdidas, que recupere su cualidad y su 
calidad. Como este proceso es el que se ha revelado imposible de llevar a
 cabo (es decir, como es imposible reciclar al ritmo que se 
desperdicia), la única manera de mantener el tipo –y esta es la genial 
idea de la que estamos hablando– es que las cosas carezcan originalmente
 de propiedades (es decir, que sean originariamente basura, sin que su 
conversión en basura derive del desgaste generado por el uso), o sea, 
que sean de antemano reciclables y, por tanto, pertenecientes a la 
“cosidad” fluida y descualificada, que es la que ahora –de acuerdo con 
la estrategia-basura del “nuevo paradigma”– hemos de experimentar, no 
como una forma de cosidad degradada y “sucia”, cosa de vertedero y 
material de escombrera, sino como la forma superior de la objetividad, 
la cosa de lujo y limpia por excelencia, pues es lo inmediatamente 
reciclable. Y, al contrario, son las cosas cualificadas, como el Chanin 
Building, las que resultan desesperadamente obsoletas por irreciclables,
 las que se convierten en basura en el sentido peyorativo y “sucio” de 
la expresión, de mal gusto y pasadas de moda, las que, por tener entidad
 en sí mismas, se resisten a la reformulación y la recualificación.

Adolfo Vásquez Rocca
Es
 preciso, pues, que la producción sea ya en su origen, no producción de 
mercancías, sino producción de basura, producción de reciclables. Y hay 
que tener en cuenta que el reciclaje no puede concebirse, entonces, como
 una genuina recualificación o reparación de las cosas; la cosa 
reciclada es la cosa que ha recuperado sus propiedades y que, por ello 
mismo, se resiste al reciclaje; la cosa reciclada ha de ser entendida 
más bien como la cosa convertida en reciclable, es decir, apta para 
recibir cualidades que sólo pueden ser cualidades-basura, inmediatamente
 reciclables y reformulables, transformables en cualesquiera. Y es 
preciso, igualmente, que este proceso no afecte únicamente a la 
objetividad sino también a la subjetividad, tanto más cuando las cosas 
modernas por excelencia son aquellas cuya objetividad –cuyo “valor”– 
procede de la “subjetividad”. Bien pensado, era elemental: es 
exactamente lo mismo que se ha venido haciendo, al menos desde el siglo 
XVII, con el trabajo en general, y la razón por la cual han dejado de 
existir de facto (aunque sobre el papel se mantenga el arcaísmo) los 
empleos especializados y las profesiones más o menos libres, en la 
medida en que todas ellas se vuelven comparables en términos de horas 
laborables. «La indiferencia respecto del trabajo determinado 
corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden 
pasar con facilidad de un trabajo a otro y en la cual el género 
determinado del trabajo es fortuito y, por consiguiente, les es 
indiferente», así decía Marx. Y le parecía un gran progreso. Recordaba 
hace poco (Juan Pablo II, 22 de Abril de 2006) Rafael Sánchez Ferlosio 
que «la apología positiva del “trabajo” en sí mismo y por sí mismo 
surgió con el capitalismo y su necesidad de mano de obra, y fue 
enseguida recogida sin rechistar por el marxismo; la exaltación del 
trabajo –sin determinación de contenido– como virtud moral se desarrolló
 como la más perversa pedagogía para obreros». Es decir, la exaltación 
del trabajo sin determinación de contenido es en sí misma la exaltación 
del trabajo-basura. Esto es lo mismo que hoy sucede con la exaltación 
del “conocimiento” (abstracción hecha de toda cualificación, es decir, 
del conocimiento-basura) en fórmulas como la recurrente “sociedad del 
conocimiento”, surgida sin duda de las nuevas necesidades de mano de 
obra –sólo un 10% de la misma se dedica hoy a la fabricación de 
mercancías en los EE.UU., según recordaba también hace poco Anthony 
Giddens (Mejorar las universidades europeas, 10 de Abril de 2006)–, pero
 en seguida abrazada por la izquierda (como lo prueba el caso del propio
 Giddens) como «la más perversa pedagogía para obreros» del siglo XXI, 
esos nuevos obreros que constituyen el 90 % principal de la fuerza de 
trabajo en los países más desarrollados.

Empezó
 la cosa por un cambio terminológico en apariencia simplemente técnico: 
en lugar de tener asignaturas, las carreras universitarias empezaron a 
tener créditos. La denominación parecía sospechosa (¿por qué 
precisamente créditos y no “materias”, o “conocimientos” o incluso 
“horas lectivas”? A pesar de la evidente analogía financiera, nadie se 
inquietó demasiado), pero de momento esto sirvió para introducir 
subrepticiamente en el orden del saber un nuevo aparato de medida que, 
como por arte de magia, conseguía tornar equivalentes cosas que antes no
 parecían poder serlo de ningún modo, como la arqueología maya y la 
bioquímica molecular, pongamos por caso, puesto que tanto la una como la
 otra se dejaban traducir a un número de créditos, es decir, de horas 
contantes y sonantes y, por tanto (he aquí el quid de la analogía 
monetaria), de dinero por unidad de tiempo. Si la descualificación del 
trabajo se consideró como un progreso, ¿cómo no ha de ser un progreso la
 indiferencia respecto de todo conocimiento determinado –historia 
medieval, anatomía patológica o física de la materia condensada–, que 
corresponde a una sociedad en la cual los individuos pueden pasar con 
facilidad de un conocimiento a otro y en la que el género determinado de
 conocimiento es fortuito y, por consiguiente, les es indiferente?
De
 modo que, contra toda apariencia, “sociedad del conocimiento” no 
significa nada parecido a “sociedad de la ciencia”: cuando Giddens 
afirma que «en las actuales economías avanzadas más del 80% de la mano 
de obra trabaja en los sectores de producción de conocimientos» no está 
verosímilmente queriendo decir que ese porcentaje de los empleados esté 
constituido por científicos; más bien nos indica que éste es el 
eufemismo (trabajadores del sector de producción de conocimientos) que 
conviene al proletariado de nuestro tiempo (los trabajadores-basura). 
Por eso es una contradicción de su argumento el sostener que esta 
situación supone el ocaso de la mano de obra no cualificada. Al 
contrario, este conocimiento es precisamente un flujo descualificado (y 
en su apología se trata solamente de eso, de que fluya sin barreras ni 
cortapisas de “especialidades” ni de organización intelectual, es decir,
 sin apego a cualidad alguna) en el que vienen a disolverse como en una 
caldera todas las ciencias y todos los saberes más o menos sistemáticos 
antaño impartidos en las universidades y en las escuelas y hoy 
descompuestos y como estallados en “competencias” y “habilidades” que 
campan libremente y sin constricción alguna que no sea la de su medida 
en “créditos”, como lo certifica el hecho (en esto, como en todo, hay 
que fijarse siempre en los que van por delante) de que el organismo 
estatal encargado de administrar la instruccCompilador: Dr. Adolfo Vásquez Roccaión pública en el país en 
donde profesa Giddens ya haya dejado de llamarse “Ministerio de 
educación y ciencia” para denominarse “Ministerio de educación y 
habilidades (skills)”. Que se encargue a las universidades la enseñanza 
de estas “habilidades” neoproletarias –es decir, que se exija la 
descualificación de las ciencias y la descomposición de los saberes 
científicos en las competencias requeridas en cada caso por un mercado 
empresarial que configura la turbina a la que se engancha la “caldera” 
del conocimiento–, y que además se destine a los individuos a proseguir 
esta “educación superior” a lo largo de toda su vida laboral (longlife 
education, cadena perpetua) es algo ya de por sí suficientemente 
expresivo: solamente una mano de obra (o de “conocimiento”) 
completamente descualificada –es decir, producida originalmente como 
basura reciclable– es apta para recibir una cualificación en sí misma 
descualificada y descualificante, y solamente una cualificación que no 
es más que cualificación-basura, es decir, que no cualifica más que 
efímera y superficialmente (una cualificación epidérmica), necesita 
estar sometida a este proceso de manera permanente. Pero en ese caso no 
está nada claro en qué consistiría la “superioridad” de la educación 
superior (y acaso por ello Giddens la llama sintomáticamente “educación 
post-secundiaria”, es decir, una prolongación indefinida de la enseñanza
 media): como confiesa el propio Giddens, «muchos [profesores jóvenes] 
se sienten hoy atraídos por trabajos –como los de la industria y de la 
banca– que en mi generación (con nuestros esnobismos) ni siquiera nos 
habríamos planteado [los profesores universitarios]», lo que es un modo 
de admitir que la educación superior no ha perdido su superioridad sobre
 la industria y la banca solamente por la desaparición del “esnobismo” 
juvenil (¿por qué se ha esfumado ese esnobismo?) sino más bien en la 
medida en que se ha convertido en un subsector de la “producción de 
conocimientos” para la industria y la banca.
Adolfo Vásquez Rocca
Sucede,
 en fin, que la época en la cual la subjetividad se ha vuelto más 
inestable, elástica, flexible y modulable, es también la era en la cual 
la identidad se ha convertido en la más tiránica y rígida de las 
exigencias individuales, en el más grave de los problemas políticos. Y 
es como si cada enclave edificado en las calles debiera ser, al mismo 
tiempo, una seña de identidad inconfundible y un espacio infinitamente 
remodelable, es decir, una zona cero.

Conferencia en el ciclo Distorsiones Urbanas de Basurama 07.

La Casa Encendida. Madrid, el 17 de mayo de 2006.
Zoología Política
Compilador: Dr. Adolfo Vásquez Rocca
Biografía
José Luis Pardo
 es profesor titular de la Facultad de Filosofía de la UCM. Además de su
 labor docente y de colaborar con medios de prensa escrita como EL PAIS,
 ha traducido a filósofos contemporáneos de la talla de Deleuze, Serres,
 Debord o Lèvinas. Su extensa obra escrita incluye libros como 
Transversales. Textos sobre los textos (1978), Sobre los espacios: 
pintar, escribir, pensar (1991), Las formas de la exterioridad (1992), 
La intimidad (1996) y La regla del juego (2005), éste último galardonado
 con el Premio Nacional de Ensayo.
Notas
1.
 «Aquí me veis, viajero / de un tiempo que se pierde en la espesura / 
del paso y el me da lo mismo… pero / nunca fue tan hermosa la basura» 
(Juan Bonilla, “Treintagenarios”, en Partes de Guerra, Pre-textos, 
Valencia, 1994, p. 27).
Zoología Política







 

























 


















 
 
































 




 
 
 
 
 
 
Profesor titular de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
Compilador: Dr. Adolfo Vásquez Rocca
NUNCA FUE TAN HERMOSA LA BASURA